El Toro de Barro

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miércoles, 4 de noviembre de 2009

En torno a José Corredor-Matheos



No hay ninguna razón
para estar triste.
No hay ninguna razón
para estar triste,
ni para estar alegre.
No hay razón para nada.
Y sé feliz así.

Para quienes hemos crecido sobre la convicción de que el poeta debe de alejarse de las evidencias con la misma determinación con que el gato lo hace del agua, enfrentarse a la poesía de José Corredor-Matheos es, en sí mismo, una experiencia tan perturbadora y tan desconcertante como pueda serlo toda cura de humildad.

José es, como su nombre cuenta, un auténtico corredor de fondo que merodea con humilde delicadeza en torno a todas aquellas evidencias que, por serlo, hemos dejado de ver; y, de entre todas ellas, escoge como material para su creación las que, sometidas a la más simple y austera contemplación, son capaces de convertirse por sí mismas en una ventana entornada hacia el conocimiento propio. Sus levísimos poemas nos sitúan ante lo que las evidencias guardan en sí mismas de misterio en el instante preciso en que, por nuestra ceguera, se tornan invisibles; si se me permite la metáfora, nos colocan frente al viento que pasa en el momento en que, acostumbrados ya a él, dejamos de advertir su paso. Sus poemas, en fin, nos ofrecen la deliciosa oportunidad de reencontrarnos con las pequeñas cosas que apenas advertimos y de iniciar, a través de ellas, un reconfortante camino de retorno hacia nuestra más abrumadora desnudez.

Su negativa a enfocar la mirada sobre las regiones más dramáticas y oscuras de la realidad, y su renuncia a manejarlas con retóricas extremas e incendiarias capaces de ensanchar literariamente las complejas emociones derivadas de la misma, situaron a José Corredor-Matehos en las antípodas de la “estética del dolor” con que los poetas del realismo social de la generación de los cincuenta –a la que pertenece- pretendían hacer de la poesía un instrumento revolucionario.
Cono Ángel Crespo, Ángel Valente o Antonio Gamoneda, se atrevió a merodear en torno a las zonas más misteriosas e inefables de la realidad visible; se atrevió a desnudar las pequeñas cosas hasta "dejar tan sólo el hueso, /…/ como puñal o luz / que ilumine la noche / a mediodía"; se atrevió a afianzar la emoción poética precisamente en ese íntimo temblor que acontece en las pequeñas cosas como un "algo que madura" y "no quiere morir", como un "algo" que crece en el silencio y que nos mira. Y se atrevió, finalmente, a utilizar la poesía como una construcción intelectual al servicio del conocimiento. En este sentido, Corredor ha llevado hasta el extremo y -en buena medida hasta su consumación- los principios de ese "realismo mágico" que se desarrolló en la periferia de la poesía española en los años cincuenta, y que anidó especialmente en las tierras manchegas de las que procede.
A nadie puede extrañarle pues que, dadas sus opciones, el poeta fuera acusado de nihilista por muchos compañeros de su propia generación, especialmente por aquellos que veían en la poesía una estrategia de político combate o –en palabras de Gabriel Celaya- un “arma cargada de futuro”. Tal vez por esa misma razón, y por su acercamiento particularísimo a la poesía oriental, cuando muchos de esos poetas que entonces le excluyeron comenzaron a adentrarse como enormes fardos viejos en las ciénagas de lo olvidable, su nombre emergió de la intrahistoria con inusitada fuerza para convertirse, en los años setenta, en uno de los más apreciados referentes literarios de la poesía española. La proverbial sencillez de sus composiciones y la extrema humildad de su abrazo constante a lo real, le permitieron seguir siéndolo incluso cuando, a partir de la década de los ochenta, los partidarios de la realidad –en sus diferentes versiones– se alzaron con la hegemonía en el mundo literario. Y en el año 2005, cuando menos lo esperaba, los continuos y sencillos gestos de sabiduría que su poesía, en medio del silencio, nos fue dejando, la granjearon el reconocimiento general y le valieron el Premio Nacional de Poesía y su consagración como una de las voces más singulares y capaces de la poesía española del siglo XX.

Me acerco muchas veces a los ligerísimos poemas de José, un hombre -y un poeta- que se muere de sencillo. Cuando, como hoy, la vida no me da ni para apoyarme en la mesita de noche, me ato a su palabra tal a un poste, como un San Sebastián cansado al que no ha llegado aún el fulgor de la primera flecha. En momentos así, si de algo me siento emocionalmente compensado es de haber editado, en el año 2005, su Deja volar la pluma en el paisaje, y de haberlo hecho meses antes de que aconteciera su consagración definitiva. Yo os invito a vivir una experiencia inolvidable acercandoos a él, no sólo a través de estos dos breves poemas que aquí dejo tallados, sino en esta extensa selección que, en otro lugar, hace tiempo ya ofrecí a quienes quisieron -y pudieron- entonces disfrutarla.

Quede todo aquí, como una brindis para el amigo, pero también como un gesto de amistad y de cariño hacia esos queridos merodeadores que, de vez en cuando, aquí llegan para dejar su fuego y para arder en este...

Qué maravilla
la de haber nacido.
Qué maravilla, sí:

haber nacido ciegos.. .

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Carlos Morales