No hace mucho tiempo, cuando me dejaba arrastrar por mis toscas botas de campo en medio de la primavera, entre los feraces trigales de La Mancha, encontré en el Sintagma in blue de Pura Salceda una hermosísima fotografía de ese joven maestro de la nikón que es Darren Holmes, con la que la autora de A Ollada de Astarté había querido ilustrar un hermoso poema de Margalit Matitiahu y ese Encuentro de Escritores pacifistas de Maghar en el que un puñado de poetas árabes y judíos, reunidos en torno a una misma mesa en la bella aldea galilea, habían decidido enseñar sus mandíbulas batientes a los fantasmas del totalitarismo, precisamente en el mes que todos los semitas llaman de "nissan", y que señala el tiempo de la resurección de la vida y de las pequeñas cosas.
A poco de entrar en sus ensoñaciones, quedé aboslutamente fascinado por ese equilibrio imposible con que el fotógrafo canadiense procuraba amansar voluntariosamente el expresionismo radical de muchas de sus emociones interiores, aherrojándolas en composiciones casi perfectas y dotándolas de un delicado simbolismo. Muchas de aquellas creaciones convocaron en mi memoria los momentos sombríos en que llegaron a mis manos los versos de Aldebarán, desde cuya lectura, allá por el 2000, raro ha sido el día en que el nombre de Neus Aguado ha abandonado mi mesita de noche para colgarse del polvo o para dormir tranquilo y olvidado en un estante de la biblioteca.
Como la de Darren Holmes, la voz de esta poeta de origen argentino pero catalana de vocación parecía llegar desde una cárcava oculta en las oscuridades del alma, vertiginosa y desmedida; sus versos de la cotidianidad iban y venían con la furia de esas marabuntas de caballos que flotan por los montes cántabros y astures en la primavera, y sólo a duras penas podía Neus ponerlos bajo su control. Cuando lo conseguía, ay, cuando lo conseguía, la voz de Neus Aguado parecía un oráculo más que la voz de una mortal. Esa era la Neus que a mí me fascinaba, la que era capaz de contener una tormenta en una fragilísima copa de cristal como las que -a poco que se las observe- amenazan con su lluvia bajo la serenísima quietud con que el gran La Tour sabía dibujarnos sus mujeres. Su poesía se situaba entonces en ese momento de máxima tensión en la que algo parece estar a punto de ocurrir pero en modo alguno lo ha hecho todavía: un momento éste de enorme plasticidad, como la de esos perros de caza que, advertida la pieza, estiran la cauda y las orejas y adelantan su pata y su pezuña para quedarse quietos, en ese instante justo en que el perro se sabe preparado para atacar pero no ha escuchado todavía el silbo de su amo...
Recuerdo aquel día en que, de la mano de Juan Ramón Mansilla, Francisco Mora y de mí mismo, El Toro de Barro se presentaba en el Ateneo barcelonés, en el que habría de ser un acto realmente multitudinario. Comíamos juntos en su cafetería Pilar Gómez Bedate y -con su esposa- José Luis Giménez Frontín, cuando Neus Aguado apareció de pronto. Salvo algunas fotografías antiguas -como la editada a principios de los años ochenta en la ahora legendaria antología de Las diosas blancas por Jesús Munárriz-, y dejando su obra a un lado, apenas sí sabía nada de ella, pero estaba claro que aquella mujer de feraz brillo en los ojos que atravesó con humildad la puerta elegantemente protegida por en un abrigo marrón, no podía ser otra que la dueña de la mano que escribiera Aldebarán...
Como la de Darren Holmes, la voz de esta poeta de origen argentino pero catalana de vocación parecía llegar desde una cárcava oculta en las oscuridades del alma, vertiginosa y desmedida; sus versos de la cotidianidad iban y venían con la furia de esas marabuntas de caballos que flotan por los montes cántabros y astures en la primavera, y sólo a duras penas podía Neus ponerlos bajo su control. Cuando lo conseguía, ay, cuando lo conseguía, la voz de Neus Aguado parecía un oráculo más que la voz de una mortal. Esa era la Neus que a mí me fascinaba, la que era capaz de contener una tormenta en una fragilísima copa de cristal como las que -a poco que se las observe- amenazan con su lluvia bajo la serenísima quietud con que el gran La Tour sabía dibujarnos sus mujeres. Su poesía se situaba entonces en ese momento de máxima tensión en la que algo parece estar a punto de ocurrir pero en modo alguno lo ha hecho todavía: un momento éste de enorme plasticidad, como la de esos perros de caza que, advertida la pieza, estiran la cauda y las orejas y adelantan su pata y su pezuña para quedarse quietos, en ese instante justo en que el perro se sabe preparado para atacar pero no ha escuchado todavía el silbo de su amo...
Recuerdo aquel día en que, de la mano de Juan Ramón Mansilla, Francisco Mora y de mí mismo, El Toro de Barro se presentaba en el Ateneo barcelonés, en el que habría de ser un acto realmente multitudinario. Comíamos juntos en su cafetería Pilar Gómez Bedate y -con su esposa- José Luis Giménez Frontín, cuando Neus Aguado apareció de pronto. Salvo algunas fotografías antiguas -como la editada a principios de los años ochenta en la ahora legendaria antología de Las diosas blancas por Jesús Munárriz-, y dejando su obra a un lado, apenas sí sabía nada de ella, pero estaba claro que aquella mujer de feraz brillo en los ojos que atravesó con humildad la puerta elegantemente protegida por en un abrigo marrón, no podía ser otra que la dueña de la mano que escribiera Aldebarán...
No sé si fue cosa de esa admiración que suele sentir quien, antes de editor, no ha sido otra cosa que un lector empedernido que se merendó por primera vez a Dante en una majada de ovejas; o acaso fuera el exceso de responsabilidad que supone presentar el sueño editorial de mi amigo Carlos de la Rica -que yo hacía lo posible para hacer mío sin que me sobrepasara- en la más prestigiosa institución literaria de su amada Barcelona. No lo sé, pero lo cierto es que no me fue nada fácil elevar los ojos más allá del suelo. Hubo de llegar la noche en el café La Ópera para que, al cabo de un caliente chocolate bien regado con cava muy "brut" de San Sadurní, comenzara a ver posible lo que, hasta entonces, no habío sido otra cosa que -otro más- un sueño tan sólo difícilmente realizable...
El sueño comenzó a cumplirse cuando, allá por el año 2002, edité en los Cuadernos del Mediterráneo, pero Entre leones, a esa Neus desmedida a la que intentar embridar parecía una locura tan solemene como inútil. Eso me diría yo hasta que, bien entrado el 2004, me llegó a las manos su Intimidad de la fiebre. En ella estaba, sí, la Neus que más me fascinaba: la mujer La Tour, la voz venida de otro tiempo para hablarnos desde este nuestro tiempo, al modo de una confesión, de su propia orfandad y de sus pérdidas. Sus páginas salieron a la luz en el año 2005, cuando las cuernas del Toro parecían tocar el cielo con su punta, sin percatarse aún de que, bajo el suelo aparentemente sólido que aguantaba sus pezuñas, se estaba abriendo una sima para la que no había puentes, una silenciosa fauce que, una vez abierta, tardaría en cerrarse, como una terca y dolorosa cicatriz...
Carlos Morales
3 comentarios:
Aquí hay mucha pasión, mucha pasión, mucha pasión...
Lola (Cádiz)
Es un placer y un honor sentir que la misma belleza que uno es capaz de apreciar entre las líneas de un poema también sacude el alma de otras gentes distantes en el tiempo y en el espacio. Bicos.
hoy, con un dolor de cabeza que se me parte. paso a saludarte y a agradecerte el comment en mi post.
sinceramente.
un saludo .
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