El Toro de Barro

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martes, 19 de febrero de 2008

Palestina e Israel: el «peso de sus muertos».

Palestina, Israel: el «peso de los muertos»

Carlos Morales

N
ada tiene de extraño que la Organización Islámica de la Educación de las Ciencias y de la Cultura, en la que se encuadran organizaciones gremiales -públicas y privadas- financiadas por los gobiernos teocráticos y más o menos totalitarios de 50 países del mundo árabe, hayan lanzado una especie de «fatwa» contra el Salón del libro de París, aduciendo que con él se ha querido homenajear la literatura de un estado que, como el de Israel, practica el «genocidio» contra el pueblo palestino. Lo que sí resulta demoledor para los que, desde distinto campos, hemos procurado establecer un cauce de encuentro entre las culturas de dos pueblos condenados a entenderse, es la incapacidad de las grandes individualidades de la literatura árabe para emanciparse no tanto de la «presión moral» nacida de la tragedia palestina como del uso que de ella están haciendo los gobiernos árabes para mantener intacta la «cultura de guerra» generada por sesenta años de conflicto.
La sumisión a este anatema protagonizada por algunos de los más grandes escritores árabes contemporáneos, entre los que cabe destacar al egipcio Alaa Al Aswani, el anglopaquistaní Tariq Ali, los argelinos Boualem Sansal o Maïssa Bey y los marroquíes Fouad Laroui o Youssef Jebri, es tanto o más desconcertante cuanto los cerca de cuarenta escritores hebreos que han sido convocados a cónclave son gentes que en su vida pública y profesional están lanzando los más demoledores alegatos contra la actual «política de defensa» del gobierno israelí, poniendo todo el peso de su voz en favor del abandono de los territorios ocupados y de la creación de un Estado Palestino viable e independiente. Si intelectuales de la talla de Amos Oz, David Grossman, Avraham B. Yehoshua, Meïr Shalev, Margalit Matitiahu o el desaparecido Nathán Yonathán han sido capaces, en su obra y con su vida, de interiorizar la «presión moral» de sus hijos muertos -que también los tienen- para convertirla en el gran argumento vital de una sociedad israelí que clama por la reconciliación con el pueblo palestino; si han tenido el coraje de de hacer de ella la principal razón de su combate radical contra los grandes mitos antiárabes y antipalestinos con los que cierta cultura israelí ha generado su poderosa y particular «cultura de guerra» ¿qué impide a estos grandes escritores árabes hacer lo mismo en sus propias naciones?

En los años noventa, y en el contexto pacificador abierto por los Acuerdos de Oslo, también ellos comenzaron a dar pasos en esa misma dirección, haciendo de las ferias y congresos literarios internacionales escenarios habituales para la confraternización franca y pública con sus colegas hebreos. Es verdad que nunca dejaron de proclamar la «suciedad de origen» del Estado de Israel, pero su apuesta por el diálogo intelectual llevaba implícito el reconocimiento de que una gran parte de la cultura y de la sociedad civil israelí estaba apostando decididamente por la creación de un Estado Palestino independiente y viable. Y aunque su manifestación pública siguiera siendo dubitativa, resulta evidente que estas nuevas percepciones de la intelectualidad árabe, que habían dejado de contemplar al pueblo y al estado hebreo como un pueblo y un estado genocidas, supuso un duro golpe para la maquinaria ideológica de guerra con que los partidarios de seguir utilizándola para ampliar su hegemonía –Irán, Irak y Siria- venían apuntalando los posicionamientos más radicales de la «resistencia palestina».
Todo este proceso comenzó a desmantelarse poco a poco cuando la laboriosa coordinación de estas potencias regionales y las provocaciones de Ariel Sharon desencadenaron, en el año 2000, la II Intifada. En un contexto democrático homologable al de los países de Occidente, los intelectuales y escritores de Israel pudieron resistir con mayor vigor el fortalecimiento y la expansión en su propio territorio de esa «cultura de guerra» para la que todo palestino era un terrorista. La energía con la que, desde el primer momento, Amos Oz, David Grossman, Nathán Yonathán, Yoav Hayeck, Orsion Bartana o Margalith Matitiahu levantaron su voz contra la solución militar al problema palestino contrasta vivamente con el retraimiento casi generalizado de los intelectuales y escritores del mundo árabe a la hora de mantener públicamente el mismo posicionamiento crítico que con tantas dificultades habían logrado apuntalar en los tiempos de paz, y del que sus homólogos israelíes estan haciendo gala aún en tiempos de guerra.

Sólo un puñado de escritores de la mayoritariamente árabe región israelí de Galilea, como Shamer Khair, Mohamed Ali Taha o Naim Araidy, lograron a duras penas retorcer el cuello al corazón y enfrentarse con éxito a la «cultura de guerra» que parecía obligar a lanzar violentos anatemas contra el pueblo de Israel. No les fue fácil arrastrar hacia los principios pacifistas el fiel de la balanza de ese delicado y terrible «conflicto de doble fidelidad» que amedrenta y confunde los espíritus en tiempos de guerra, ni mantener vivo el movimiento que abogaba por la reconciliación ante la incomprensión por parte sus colegas árabes y de los peligros que podía representar para su prestigio profesional y para su propia vida manifestar públicamente una actitud que podía ser entendida por los sectores más radicales de su propia cultura como un acto de «traición» hacia la causa árabe. La celebración cada primavera de los ya legendarios Encuentros de Maghar se ha convertido desde entonces y durante muchos años en el único escenario donde ha sido posible la confraternización literaria entre las cultura árabe e israelí, y en los que sólo en fechas muy recientes tuvieron el valor de hacerse oír el poeta jordano Zakaría al Omari y los poetas palestinos Saed Abo Tbanja y Mona Abo Jousif. De ese más que notable ejercicio de valor protagonizado por quienes consintieron en compartir el mismo pan y la misma mesa nació, precisamente, Coexistence , una pequeña antología que tuve el honor de coordinar y publicar en el año 2002, y que sigue siendo el único documento literario que ha sido capaz de aglutinar la obra de algunos de los poetas árabes y hebreos más firmemente comprometidos con la causa de la reconciliación.

A diferencia de sus colegas galileos e israelíes, las grandes individualidades de la cultura árabe de hoy no han sabido transformar el peso de sus muertos en una fuerza ideológica lo suficientemente sólida como para enfrentar los espejismos del mito antijudío construido por la clase política que los gobierna y como para extender entre sus sociedades la necesidad de promover el encuentro y la reconciliación con el pueblo hebreo. Y los que lo han logrado, no han salido a la calle o a los medios de comunicación para desmontar la «ideología de guerra» emanada de los poderes teocráticos bajo los que sobreviven, y que los movimientos religiosos de corte waabista no han hecho otra cosa que revitalizar. Eso es, precisamente, lo que han hecho los escritores hebreos con los que ahora parecen no querer compartir un plato caliente de comida, pero porque lograron mantener un contexto democrático que lo hacía posible. No. No es sólo la «presión moral» del drama palestino lo que hace comprensible la actitud de estos grandes escritores árabes. Es, también, el miedo a manifestarse en sociedades gobernadas por regímenes totalitarios y sacudidas, desde la guerra de Irak, por una marea yihadista que, nacida de la perversión del Islam, no puede tolerar la disidencia. En estas condiciones no siempre es posible ni exigible el ejercicio del valor. ¿O es que tenemos que recordar las «fatwas» lanzadas por los poderes religiosos islámicos contra los escritores e intelectuales árabes que han sido capaces de reivindicar para sí la libertad de expresión y pensamiento?







viernes, 8 de febrero de 2008

Un pájaro en la luz...


"un pequeño infierno florido,
una cadena de rosas,
un calabozo de aire..."




Cuando te regalan un reloj, te entregan "la necesidad de darle cuerda todos los días, la obligación de darle cuerda para que siga siendo" un reloj, "un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire...". Eso lo dijo Cortázar, madre, y no me preguntes dónde. Y en ello pienso ahora, en el reloj de boca quebradiza que hace lo que puede -que ya es poco- para entonar las horas, cuando te veo yacer sobre la cama de un hospital, con los ojos sin brillo, nublados y remotos...
¿Detengo el reloj y te ayudo a marchar?
¿O te ayudo a quedarte y te beso?
Te pregunto y no sabes responderme;
urjo una respuesta, y no puedes responder, o ya no sé escucharte...
Me cuesta saber que lo que queda de ti no tiene más consistencia que una rosa en el desierto,
y que las manos que me acariciaron un día no son más fuertes ya que las alas de una mariposa que el invierno ha congelado de repente bajo las botas del aire...
¿Apago el reloj?
¿Acorto las horas para ayudarte a entrar como un pájaro en la luz?
¿O te acuno el dolor y te lo duermo
para quedarme a solas con lo que fuiste tú,
y yo más limpio?
Hoy, madre, eres tú el libro de páginas selladas que no sé cómo abrir.
Tuya es la página que habla con invalida ternura entre mis manos confusas y pequeñas.
¿Azuzo el reloj?
¿Abro las puertas de la antigua y dorada jaula en que alguna vez volaste?
¿Te retengo un poquito más, aquí, conmigo,
o soplo sobre ti para que vuelvas a los montes
con tus ovejas y tus árboles
como una pavesa pequeña flotando entre las sombras?
¿Qué he de hacer, Madre, qué he de hacer para ayudar
a un pájaro dispuesto para entrar en la luz de la noche,
en "la hora que no es de los bühos ni de las alondras"...

Te quiero, pero no sé cómo decírtelo....
Adiós, madre,
Adiós.