El Toro de Barro

El Toro de Barro

lunes, 15 de junio de 2009

"Resurección", de Rafael Talavera

Friedrich


ESCENAS EN EL JARDÍN

(IV)


Rafael Talavera



Da miedo dividirse, con un corte tan limpio en la mitad del ser: luz, sombra.
El alba, que es dulzura, soldará las dos partes, las restañará.
No existe herida alguna entre el día y la noche, ni vacío enquistado,
sino un vuelo sonámbulo que goza demorándose, aquí, allá, en las islas
más claras de los árboles, en los vacilantes dibujos de los lirios, en los brocales
de los pozos inciertos que imaginan las sombras en los jardines.
Algo sutil se mezcla, se funde, se difunde. Da miedo otra resurrección,
ser dibujado por claridades que dudan,
ser otra vez cuerpo real, carnal juego de aún dormidas luces.
El alba es un terreno peligroso, desconfianza, un éxtasis sin mente, desolada llanura,
desierto con dunas que ahogan el sentido común.
Dicen que así es la muerte: tierra de nadie entre ni luz ni sombra
y el universo encima, mutando, pivotando, agigantándose, agrietándose.
Uno no sabe qué hace aquí: de pie, lúcido, solo, absorto, ¿vivo?, ¿muerto tal vez?, ¿abandonado?
Da miedo dividirse, ser, volver a ser.
Pero se intuye, al fondo, nada aún, casi un rosa,
o un rosa muy, muy lívido, o un blanco, un casi blanco.
Ya vuelan, aún sin árbol, mariposas blanquecinas, las flores, las del peral.
Ya asciende terso el humo, pan recién hecho, hacia los altos nidos de los pájaros.






Desde la edición por El Toro de Barro, en 1975, de Llámale como quieras, Rafael Talavera había guardado un escrupuloso y sonoro silencio en los papeles. Un silencio que, gracias a la Excelentísima Diputación de Cuenca, se acaba de romper con la publicación de su Gran angular, el volumen antológico que recoge la práctica totalidad de la escritura que salió de sus manos de pintor desde que deciera abandonar los escenarios de la literatura para inciar una larga travesía entre los pinceles.
La composición con que hemos querido celebrar sus renovados golpes de nudillo en nuestra puerta, y que no es sino la cima de un poema de más largo recorrido, es -en buena medida- una metáfora de su resurección, y, a la vez, la expresión más ancha y en todo su explendor de una poesía pictórica que tiene en las imágenes su herramienta sagrada; una poesía, la suya, en la que, dejando a un lado algunas concesiones a los impulsos vitales de la íntima cotidianidad tan ligados a algunos momentos de su producción, aprovecha con sabiduría el lenguaje simbólico y la emoción derivada de los mitos de siempre para escenificar los complejas geografías de la pasión humana, de la que Rafael Talavera es un terco merodeador.