El Toro de Barro

El Toro de Barro

sábado, 30 de junio de 2007

Neus Aguado

Autor desconocido


ARDOR DE NIEVE

No hace mucho tiempo, cuando me dejaba arrastrar por mis toscas botas de campo en medio de la primavera, entre los feraces trigales de La Mancha, encontré en el Sintagma in blue de Pura Salceda una hermosísima fotografía de ese joven maestro de la nikón que es Darren Holmes, con la que la autora de A Ollada de Astarté había querido ilustrar un hermoso poema de Margalit Matitiahu y ese Encuentro de Escritores pacifistas de Maghar en el que un puñado de poetas árabes y judíos, reunidos en torno a una misma mesa en la bella aldea galilea, habían decidido enseñar sus mandíbulas batientes a los fantasmas del totalitarismo, precisamente en el mes que todos los semitas llaman de "nissan", y que señala el tiempo de la resurección de la vida y de las pequeñas cosas.
A poco de entrar en sus ensoñaciones, quedé aboslutamente fascinado por ese equilibrio imposible con que el fotógrafo canadiense procuraba amansar voluntariosamente el expresionismo radical de muchas de sus emociones interiores, aherrojándolas en composiciones casi perfectas y dotándolas de un delicado simbolismo. Muchas de aquellas creaciones convocaron en mi memoria los momentos sombríos en que llegaron a mis manos los versos de Aldebarán, desde cuya lectura, allá por el 2000, raro ha sido el día en que el nombre de Neus Aguado ha abandonado mi mesita de noche para colgarse del polvo o para dormir tranquilo y olvidado en un estante de la biblioteca.
Como la de Darren Holmes, la voz de esta poeta de origen argentino pero catalana de vocación parecía llegar desde una cárcava oculta en las oscuridades del alma, vertiginosa y desmedida; sus versos de la cotidianidad iban y venían con la furia de esas marabuntas de caballos que flotan por los montes cántabros y astures en la primavera, y sólo a duras penas podía Neus ponerlos bajo su control. Cuando lo conseguía, ay, cuando lo conseguía, la voz de Neus Aguado parecía un oráculo más que la voz de una mortal. Esa era la Neus que a mí me fascinaba, la que era capaz de contener una tormenta en una fragilísima copa de cristal como las que -a poco que se las observe- amenazan con su lluvia bajo la serenísima quietud con que el gran La Tour sabía dibujarnos sus mujeres. Su poesía se situaba entonces en ese momento de máxima tensión en la que algo parece estar a punto de ocurrir pero en modo alguno lo ha hecho todavía: un momento éste de enorme plasticidad, como la de esos perros de caza que, advertida la pieza, estiran la cauda y las orejas y adelantan su pata y su pezuña para quedarse quietos, en ese instante justo en que el perro se sabe preparado para atacar pero no ha escuchado todavía el silbo de su amo...
Recuerdo aquel día en que, de la mano de Juan Ramón Mansilla, Francisco Mora y de mí mismo, El Toro de Barro se presentaba en el Ateneo barcelonés, en el que habría de ser un acto realmente multitudinario. Comíamos juntos en su cafetería Pilar Gómez Bedate y -con su esposa- José Luis Giménez Frontín, cuando Neus Aguado apareció de pronto. Salvo algunas fotografías antiguas -como la editada a principios de los años ochenta en la ahora legendaria antología de Las diosas blancas por Jesús Munárriz-, y dejando su obra a un lado, apenas sí sabía nada de ella, pero estaba claro que aquella mujer de feraz brillo en los ojos que atravesó con humildad la puerta elegantemente protegida por en un abrigo marrón, no podía ser otra que la dueña de la mano que escribiera Aldebarán...
No sé si fue cosa de esa admiración que suele sentir quien, antes de editor, no ha sido otra cosa que un lector empedernido que se merendó por primera vez a Dante en una majada de ovejas; o acaso fuera el exceso de responsabilidad que supone presentar el sueño editorial de mi amigo Carlos de la Rica -que yo hacía lo posible para hacer mío sin que me sobrepasara- en la más prestigiosa institución literaria de su amada Barcelona. No lo sé, pero lo cierto es que no me fue nada fácil elevar los ojos más allá del suelo. Hubo de llegar la noche en el café La Ópera para que, al cabo de un caliente chocolate bien regado con cava muy "brut" de San Sadurní, comenzara a ver posible lo que, hasta entonces, no habío sido otra cosa que -otro más- un sueño tan sólo difícilmente realizable...
El sueño comenzó a cumplirse cuando, allá por el año 2002, edité en los Cuadernos del Mediterráneo, pero Entre leones, a esa Neus desmedida a la que intentar embridar parecía una locura tan solemene como inútil. Eso me diría yo hasta que, bien entrado el 2004, me llegó a las manos su Intimidad de la fiebre. En ella estaba, sí, la Neus que más me fascinaba: la mujer La Tour, la voz venida de otro tiempo para hablarnos desde este nuestro tiempo, al modo de una confesión, de su propia orfandad y de sus pérdidas. Sus páginas salieron a la luz en el año 2005, cuando las cuernas del Toro parecían tocar el cielo con su punta, sin percatarse aún de que, bajo el suelo aparentemente sólido que aguantaba sus pezuñas, se estaba abriendo una sima para la que no había puentes, una silenciosa fauce que, una vez abierta, tardaría en cerrarse, como una terca y dolorosa cicatriz...


Carlos Morales

De Neus Aguado el lector puede hallar aquí su
biografía, así como una breve selección de sus poemas.

jueves, 21 de junio de 2007

En torno a José Corredor-Matheos...


SERENIDADE...

Con este suave y extenso Resplandor, El Toro de Barro ha querido hoy de nuevo empinar la cuerna al paso del poeta español José Corredor-Matheos, tal y como ya lo hicimos allá por al año 2005 cuando, poco antes de que recibiera con el Premio Nacional de Poesía uno de los máximos galardones de las letras españolas, quiso El Toro rendir en él un cálido homenaje al espíritu de la individualidad, editando a comienzos de ese mismo año una antología de su obra poética con uno de sus más hermosos versos como título –Deja volar la pluma en el paisaje–.
Lo que realmente nos sigue seduciendo de él, aparte de su escritura, es la delicada sabiduría con la que el autor de las ya legendarias Cartas a Li Po ha sabido hacer suyas, desde que allá por los años cincuenta agitara las aldabas del mundo literario, las necesidades éticas y estéticas de todas las generaciones con las que le fue dado convivir, sin dejarse arrastrar en modo alguno por ninguna suerte de espíritu gregario a territorios que no fueran los propios de su mundo interior.
Sometida a una extrema liviandad; aligerada de las perturbaciones que dejan a su paso los excesos emocionales, y voluntariamente alejada de toda retórica, la poesía de José Corredor-Matheos encontró primero su origen primigenio en la contemplación de esos espacios de la realidad de los que, siéndonos invisibles, sólo podemos escuchar su sordo rumor amenazante, para hallarlo, más tarde, en el planeta fecundo de esas pequeñas cosas por las que nadie pregunta, y a las que ya nada espera. De la inquietud, no por templada menos pavorosa, de sus primeros poemarios –los de los tiempos difíciles–, su poesía pasó –a partir de los setenta– a instalarse en una suavísima serenidad heredadada de la práctica de las filosofías orientales, y que acaba siendo propia de quien se sabe engarzado milagrosamente, y como una cuenta más, a ese humilde collar de las pequeñas cosas que no conviene tocar para que su belleza cante.
Su palabra nos limpia las habitaciones más oscuras de nuestro corazón, pero lo hace con la levedad de un visillo de seda que nos roza la frente cuando el aire lo besa en una de esas largas tardes del verano manchego en que la brisa se atreve a pasar por las ventanas. De ahí el tono particularísimo de su poesía, que haca de la suya una de las voces más insólitas y reconocibles de la literatura española contemporánea.
La impresionante visión de un atleta corriendo a solas al amanecer bajo el ruidoso silencio de un estadio vacío, que el poeta utiliza para abrir la puerta de su propio mundo a los lectores, es en sí misma la gran metáfora de la soledad de un hombre que, sin dejar de ser del tiempo, fue lu suficientemente sabio como para no dejarse seducir por él; y la de un poeta que ha sabido esperar su momento con paciente quietud haciendo mucho de lo poco -que lo es todo- con la alegría de quien sabe que el vivir es el único privilegio que merece la pena ser gozado.
Dos entrevistas concedidas por el manchego a Luis Luna y a Alberto Hernando y que fueron publicadas en el Blog de Escritores y Letras Libres con motivo de su consecución del Premio Nacional de Poesía en el año 2005, son sobradamente elocuentes de esa sed de lo absoluto que abrasa el espíritu de José Corredor-Matheos y de esa necesidad suya -y tan nuestra- de que la palabra sea capaz de trascender el tiempo para que, siendo de un tiempo, también lo sea de todos.

"El tiempo -nos dice- y el espacio en los que arranca el poema –como escribió Goethe– están siempre presentes de algún modo, pero creo también que han de ser trascendidos; sólo así puede interesar el poema donde esas coordenadas son otras. La poesía brota de niveles de la psique en que espacio y tiempo no son los de la vida cotidiana. Eso no supone inhibirse de la historia ni de la sociedad, sino operar en profundidad. El mundo en que vivimos, además, se transforma constantemente, y si el poema aprehende el instante con el ánimo y el ámbito de los medios de información, su interés caduca con la misma rapidez con que éstos se consumen. No creo que trascender el propio tiempo sea inhibirse y sí creo, en cambio, que limitarse a reflejarlo supone una autolimitación y una inhibición cara a la conciencia de nuestros problemas esenciales, que son los mismos que los que tendrán los seres humanos que nos han de suceder. Si nos siguen alimentando Sófocles, Cervantes y Shakespeare es porque están hablando también de nosotros y sus obras no se agotaron en su tiempo."

Con todos estos mimbres, y después de algunos años de cuernas melancólicas, quiere El Toro que aquí quede, en este menudo recuento que ofrecemos a nuestros lectores, la selladura tardía de un pacto con la sabiduría del alma y la bondad de espíritu de uno de los pocos maestros que aún nos quedan, y a quién El Toro reconoce como propio....

Carlos Morales


(Los enlaces directos están en el propio texto, y en colores más oscuros)

martes, 19 de junio de 2007

En torno a José Ángel Cilleruelo

Pocos poetas como José Ángel Cilleruelo han sabido rescatar el resplandor del lado más oscuro de la cotidianidad en una poesía urbana que, como la suya y en palabras de José Luis Morante, ha procurado sacralizar siempre “la conciencia de un esplendor efímero que anuncia mudanza y devastación y la recreación de escenas que protagonizan sombras anónimas, posadas un instante en los sentidos”. Recogida en una antología publicada por El Toro de Barro, allá por el año 2005, con el título de Domicilios, la poesía del que Dionisia García definió como el genuino "poeta de la ciudad" nos sitúa frente a una gran pintura en el que el gran protagonista es, según Eduardo Moga, “el lento camino de la desposesión” de un hombre eternamente sólo y perdido en los laberintos de todas las ciudades de este mundo. Sin embargo, y aunque formó parte activa de esa gigantesca marea rehumanizadora con que los partidarios de la realidad agitaron, en los años ochenta, los cimientos de la poesía española, no toda la obra de Cilleruelo puede entenderse situándola en los márgenes concretos de la estética del realismo. Y, tal vez, esa voluntad de “innovación dentro del funcionamiento del principio de realidad” sobre la que reflexiona Joaquim Manuel Magalhães, fuera la que, a la postre, y como muy bien ha señalado Valter Hugo Mãe en una breve reseña publicada en su día en Portugal, llevó al gran poeta catalán a esa posición de relativa marginalidad con que los liderazgos de las mayorías sociales suelen premiar sus desafectos. Y esto es, precisamente, lo que, al arriesgarnos por alguno de sus Túneles o al contemplarnos los ojos en El espejo del fondo, El Toro de Barro ha querido corregir con las afiladas y también tranquilas puntas de su cuerna, al modo de una señal de que, sin dejar de serlo, la realidad puede atravesar tranquilamente las puertas de la intemporalidad y de la literatura.

Carlos Morales

jueves, 7 de junio de 2007

Los mugidos de El Toro

Jorge García


LOS TERRITORIOS DE
EL TORO DE BARRO


Hemos querido dar comienzo a esta aventura literaria por esta tela de araña que la red nos parece, prestando a la Shoa una gran parte de nuestro espacio para la reflexión: abren la senda la voz de algunos de los 131 niños que tuvieron la fortuna de sobrevivir a Auschwitz, y cuyo sobrecogedor testimonio hemos obtenido de La cicatriz del humo, la novela de la escritora israelí Amela Einat con la que El Toro de Barro inició, en el año 2003, la Biblioteca Internacional del Holocausto. y de la que , en su día, el prestigioso crítico literario José Luís García Martín se hizo eco en el diario La Razón. En este mismo orden de cosas, el poeta e historiador Juan Ramón Mansilla se enfrenta en dos demoledores artículos a quienes, comparándolo con el totalitarismo comunista, intentan ocultar que el Holocuasto fue el genocidio más terrible de la Historia de la Humanidad, cuyos orígenes cristianos él mismo se encarga de recordarnos. También Carlos Morales se adentra en las alambradas de Auschwitz, criticando con dureza las corrientes historiográficas que contemplan la Shoa como un efecto colateral o como una mera consecuencia de la II Gran Guerra Mundial. Además, en una entrevista de Norberto Luis Romero para la revista Europa Plurilingüe, el autor de Coexistence (2002) se acerca a la pervivencia del antisemitismo en Occidente, al tiempo que, en dos sendos artículos, reflexiona sobre el silencio del Islam ante los fenómenos totalitarios nacidos de su vientre y sobre capacidad del mundo islámico para desarrollar en su seno el espíritu de la democracia. También nos parece muy relevante la aportación del gran poeta catalán Carles Duarte sobre la respuesta ante el bilingüismo por parte de la poesía catalana. Y tampoco queremos olvidar la "lembrança" que hace la mexicana Irene Zamorano Cruz sobre las luces y las sombras arrojadas por los Encuentros de Maghar que lograron reunir por octava vez consecutiva en abril y mayo de 2007 a poetas hebreos y árabes de Palestina, Jordania y Galilea.


LA POESÍA DE EL TORO DE BARRO


El catalán Carles Duarte nos ofrece una breve selección de El Dios de la Ternura, publicado en el año 2005 por El Toro de Barro en su colección Cuadernos del Mediterráneo. Mercedes Escolano se acerca a los laberintos urbanos y a las sendas de un cementerio romano para acercarnos a sus Malos Tiempos y sus inolvidables Estelas. Con su palabra culpable, la poeta libanesa Sabah Zwein marca distancias con la poesía árabe contemporánea, mientras el recordado poeta de Israel Nathán Yonathán, que falleció un día después de los atentados del 11 de marzo en Madrid, parece esperarnos al final del camino, al lado de esa piedra que siempre está aguardando a los valientes y a los tempestuosos. La poeta sefardí de Jersualén, Michal Held nos ofrece una isla de las granadas encintas de melancolía; el español Juan Ramón Mansilla nos aprisiona en la angustiosa tela de araña de todos los días, y el poeta turco Üzeyr Lokman Çayci deja de ser cazador para convertirse en El guía de los pájaros. Cierran nuestro periplo algunas reflexiones críticas sobre algunos títulos capitales en la Historia de El Toro de Barro. Francisco Corrales y Sabas Martín nos sitúan en esos Días rotos con los que Juan Ramón Mansilla arrancó, en el año 2000, su Carrera literaria; José Luis García Martín nos acercan a Amela Einat y a su novela La cicatriz del humo, y Edit Dahán celebra la versión que, en el año 2003, hizo del Cantar de los Cantares el poeta Carlos Morales, quien se detiene por su parte frente a Pura Salceda y su Ollada de Astarté.


(Los enlaces, en letras más oscuras)