El Toro de Barro

El Toro de Barro

sábado, 31 de marzo de 2012

Confesiones de un editor: "Ite misa est"



 


Carlos Morales

LA DANZA DE LOS PÁSHAROS


(El libro del Santo Lapicero, 2000; Salmo, 2005)


A Margalit Matitiahu, y a Daniel Chanoch, 
uno de los 130 niños que sobrevivieron a Auschwitz. 




Cielo triste
cielo mira mujer con niño dentro
hombre solo mira cielo
mira niño
mira mujer sola
contempla nube oscura pintada en cielo triste

Indio pone quena en boca
quena silba mágica
trota en aire
llama pájaros
pájaros duermen en monte
pájaros no quieren despertar
no pueden despertar
no saben volar en cielo triste

De pronto cielo fulge
de pronto brama cielo
toca címbalos y llora
entorna sus esclusas himen Dei
vienen pájaros en medio de tambores
pájaros y espinos la música buscando

Quena encuentra pájaro qui vola
rara escoba baila cielo triste
danza tosca
oh pájaro insolente
oh pásharo que bajas
oh páxaro infelice en plomo dibujado

Hambriento el Agnus Dei el cielo triste cruza
cielo llove pájaros y lluvia
quena llora pájaros cursivos
gozoso Santo Espíritu a pájaros espera
a pájaros que lumen pecatta tollis Dei
al cabo pico santo rompe pájaros ingrávidos
plumas llueven
en garra de Dios oh pájaro abolido

Indio sella boca
guarda quena
hinchado Sancti Espíritu regresa a la montaña
ya no pájaros
ya no ojos mirando cielo triste
solombras nubes rojas
sólo un hombre en la tempesta
mujer sola con niño dibujando
el rastro del espíritu
el caos que se avecina 






Nota sin demasiada interés.-

     Escribí este poema en un autobús, sobre unas servilletas de papel que tomé de un bar y en el vaho de la luna de la ventana que me separaba del frío. Iba con mis hijos, entonces muy pequeños. Nos había impresionado el espectáculo que un peruano escenificó con sus pájaros en un zoológico. Y es que ocurrió algo sobrecogedor: un águila desobedeció las órdenes de aquel hombre pequeño y racial, y agarró con sus garras a un pajarillo despistado, cuyas plumas comenzaron a caer sobre el viento. Ignoro cual fue la razón, pero aquella visión dramática de un simple gesto de la naturaleza, me indujo a pensar en la relación del hombre con los dioses, en la libertad vigilada de que goza el espíritu humano y cuya vigencia depende de voluntad de la divinidad. Me dio por pensar que el pájaro era yo en las garras de Dios, o del destino, que por primera vez me había dibujado un tumor que luego -con el tiempo- apenas sí tuvo consecuencias. 
     Esto ocurrió en noviembre de 1999. 
     Llevaba sin escribir catorce años.
    Mi necesidad de escribir estalló de repente, y lo hizo con una violencia que hacía imposible racionalizar la visión que estaba contemplando lleno de temor. Era incapaz de pensar, pero no de ver, pero lo que veía me conducía al delirio. 
     Utilicé expresiones sefardíes y latinas. Y lo hice sin señalar -mediante subrayados- su individualidad. Las integré voluntaria y conscientemente en las expresiones en castellano, buscando en su continuidad un solo, un único lenguaje poético, capaz de adecuarse a las visiones enloquecedoras de la desesperación que, por aquellos días, me doblaba las espaldas del espíritu. Pero no me bastó con eso: ya en casa procuré borrar del paisaje del poema los artículos, adaptarme al lenguaje dificultoso de mi -entonces- hijo más pequeño, Darío, que hablaba como los indios de los western. Todo ello me permitía desrealizar el lenguaje, desvincularlo de sus usos sociales, algo que me era entonces espiritualmente necesario para intentar dibujar un paisaje dantesco semejante a los lienzos de El Bosco, cuya delirante crueldad no era menor que la que yo sentí ante aquella visión del águila destrozando la cabeza de los pájaros incautos, de los hombres,  sometidos de pronto a la persecución de las garras desplegadas de Dioos, o de su propio destino.           
     Tengo que reconocer que aquella elección de una lengua inexistente para intentar la expresión literaria del dominio terrible de Dios estuvo determinado por algunas circunstancias personales. El 11 de noviembre de aquel año, Francisca Domingo me había enviado un puñado de poemas de Gabino-Alejandro Carriedo, que tenían en común la circunstancia de haber sido escritos en los días que precedieron a su muerte mortal. Entre todos ellos, ardían los versos deslumbrantes del Ite misa est, en el que el genial poeta palestino daba la vuelta moral a los grandes mitos cristianos de la redención a través de la muerte de Cristo:  "El cordero de Dios, pecado que limpia el mundo!"..."El cordero pecado de Dios, es el mundo que pare", "El mundo que limpia el cordero de Dios, como piel de almendra"....y entonces esos últimos versos que arrojan su luz sobre el malherido animal que algún día lloraremos...

Gabino Alejandro Carriedo


ITE MISA EST

Becerro herido
la sangre del Agnus Dei
qui tollis pecata mundi.

Sus blandos ojos musitan
plegarias
miserere nobis.

Sus manos blancos se asemejan
al ruido de las lianas
miserere nobis.

su linda boca tierna informe
recuerda el parto
miserere nobis.

Su alegre piel peluda
se parece al almendro floreciente
Ome nobis pacem.

Noble becerro herido
vientre desventrado
tonto cordero defenestrado.

Oh, el Agunus Dei pecata
qui tollis mundi,
plegaria o ruido de lianas

El Agnus pecata Dei
mundi en el parto
tuerce tu boca informe.

El mundi qui tollis Agnus
como piel de almendro
miserere pacem.

Y ahora nobis afonía
del malherido animal
que algún día lloraremos...


Margalit Matitiahu
     En los días en los que escribía obsesivamente la Danza de los Pájaros, este poema de Carriedo no dejaba de perseguirme por todos los rincones de la casa. Lo mismo me ocurría con ese ramillete de poemas sefardíes que Margalit Matitiahu me había hecho llegar desde Jerusalén, en los que desplegaba la visión de sus antepasados "reskapados"  de Salóniki y enviados -todos ellos- a las cámaras de Gas de Aushcwitz. Aquellos versos suyos, sus pásharos que lloven y volan bajo las solombras de la horrible tempesta del espíritu Dei encarnado en un hombrecillo con bigote...La circunstancia de que sus padres tuviera que huir a Tel Aviv porque sus abuelos no daban su bendición a su matrimonio haría posible que Margalit naciera en tierra libre...el amor como fuente de salvación, o de rendención...
        Todos aquellos poemas actuaban sobre vi como lanzazos incriminadores clavados sobre una conciencia demasiado tiempo dormida -la mía- e incapaz de dejarse bogar por los papeles. En ellos quiero reconocer el gran impulso que me permitió escribir aquel poema, que fue el primero después de casi quince años de silencio.Y aquel atardecer comencé -por fin- a escribir, obsesivamente, como si aquella escena hubiera abierto totalmente todas las esclusas de mi corazón...     Durante los cuatro meses que siguieron a aquel día, tallé -esa es la palabra, a golpe de martillo- los poemas de El Libro del Santo LapiceroY desde entonces, apenas sí he vuelto a escribir más. Pocas cosas, pocas que merezcan la pena ser salvadas de la quema...
      Tomé aquella cadena de sucesos como una señal de por dónde debía comenzar a reconstruir el destino de El Toro de Barro.    Aquel atardecer decidí que sí, que lo pondría de nuevo en marcha, que lo pondría a mugir, que merecía la pena perseverar en el camino editorial de su fundador, y de mi amigo, Carlos de la Rica. Y decidí hacerlo volviendo a sus raíces, en parte para señalar -y de hacerlo con todas sus consecuencias- los territorios éticos y estéticos del Toro, y también -por qué no decirlo- como un acto de amor hacia quien fuera mi amigo. Primero fueron los poemas de Gabino, que acabé titulando El libro de las premoniciones. Luego llegaría Ángel Crespo, Edudardo Chicharro, Federico Muelas y Carlos Edmundo de Ory, pilares básicos del espíritu fundacional que Carlos de la Rica trato de imprimir al mugido de su Toro. Y más tarden haría su acto de presencia  Kamino de tormeno de Margalit Matitiahu,  que haría honor a la pasión judía de su fundador....Ellos fueron como ese "látigo que chasca y resplandece en medio de la noche" del que hablaba la Yourcenar, y que de algún modo me advertían de qué farolillos debería encender en el camimo para iluminar el camino de un Toro que no quería morir. Un camino -lo reconozco- que hasta entonces yo mismo había ignorado. 
     
    Y ahí comenzó mi propio camino. 
   
     



Carlos