El Toro de Barro

El Toro de Barro

jueves, 25 de marzo de 2010

Crucify it



Mito y realidad de la
crucifixión de Jesús de Nazareth


Carlos Morales







Las fuentes históricas
os mil años después de su muerte en una cruz romana, todavía continuan en tinieblas muchas de las circunstancias que condujeron al Rabbi de Galilea a morir crucificado sobre un promontorio yermo de Jerusalén. A pesar de los grandes esfuerzos por hacer luz en este confuso paisaje, la investigación histórica no ha podido aún sobrepasar la influencia que sobre un personaje tan trascendental han ejercido veinte siglos de mitología judeocristiana. La gran escasez de las fuentes, sus enormes contradicciones y su tantas veces manifiesta tendenciosidad, siguen bloquedando los ingentes trabajos destinados a encontrar una lógica interna que explique, en su contexto histórico, los acontecimientos que hicieron inevitable la crucifixión del personaje más manipulado y, sin duda alguna, uno de los más atrayentes de la historiade la Humanidad.





Las fuentes judías contemporáneas de Jesús apenas si repararon en él. Sus escasas apariciones en un pequeño número de pasajes del Talmud, escritos con seguridad en la época en que él vivió, sitúan la doctrina del maestro galileo en la órbita ideológica del gran Rabbi Hillel de Bailonia, a quien probablemente pudo escuchar, y que fue el primero en considerar el amor al prójimo como el más alto mandamiento de la Ley de Dios. Aparte de documentar un débil peso específico de Jesús en el encendido debate religioso de la época, estas breves y esporádicas apariciones talmúdicas del Rabbi de Galilea tienen, sin embargo, el gran valor de demostrar -al menos- la rigurosa historicidad del gigante nazareno. Su crucifixión, como era de esperar, tampoco sería considerada por los cronistas judíos de su tiempo como un acontecimiento de especial trascendencia pública. Hubieron de transcurrir setenta años desde su muerte para que un judío, el historiador fariseo Flavio Josefo, se hiciera eco de su ajusticiamiento en una cruz. En el breve pasaje que, con una no disimulada simpatía, dedica en sus Antigüedades judías (año 96 d. d. C) al Rabbi de Galilea, dejó clara su cercanía con el judaísmo y situó en la juscicia de Roma la responsabilidad de su proceso y de su muerte.


Las fuentes escritas romanas manifestaron un silencio histórico no menos elocuente sobre la figura de Jesús. lo que vendría a documentar su escasa importancia en la sociedad de su época. Habría que esperar al siglo II d. d. C. para que algunos historiadores como Plinio el Joven, Seutonio y, sobre todo, Tácito, comenzaran a reparar -casi siempre con desprecio- en el personaje, a quien contemplaron como un judío rebelde y sedicioso que, como tal, sería juzgado y condenado a la cruz por la Ley de Roma.

Ya por entonces, el cristianismo había elaborado -no sin muchas disputas- su particular mitología, tomando como referencia fundamental la muerte y posterior resurección del nazareno. Convertido en la encarnación humana del mismo Dios (el "Cristo"), el vástago de un humilde carpintero acabó personificando la promesa de liberación hecha por Yaveh al pueblo de Israel, y el cumplimiento de la promesa misma (el "Mesías"). El conjunto de las vivencias de quienes le conocieron fueron reinterpretadas y fijadas por escrito en los Evangelios a la luz de esta visión providencial de Jesús, en quien se habían cumplido todas las profecías. De acuerdo con ello, Jesús aparece como un personaje sobre el que, durante toda su vida, recayeron las iras fariseas; en cuanto a su muerte, la lectura evangélica vierte sobre los saduceos en particular, y sobre los judíos en general, la responsabilidad colectiva y única de su crucifixión, eximiendo de culpa en el proceso que le llevó a su fin al pusilánime Pilatos y a la Ley del Imperio. En todo caso, unos y otros no son sino meras comparsas de la providencia divina, que busca la consumación de las profecías del Antiguo Testamento en la muerte y resurección del "Hijo de Dios".

La historiografía moderna, amparada en los trabajo filológicos llevados a cabo desde el siglo XIX, y sobre todo, en las revelaciones de los Manuscritos del Mar Muerto hallados en las cuevas de los montes de Qumrán, no sólo han arrojado mucha y buena luz sobre los acontecimientos que condujeron a la cruz al galileo, sino que también, y a consecuencia de ello, han permitido comprender el antijudaísmo evangélico y el anticristinismo de las fuentes judías como sendas construcciones ideológicas de carácter mítico que poco tienen que ver con la realidad social que vivió Jesús, y sí mucho con las necesidades surgidas en ambos cuerpos sociales cuando Roma, en plena fiebre antijudía, se lanzó a la destrucción definitiva del independentismo judío y de la misma Jerusalén (133 d.d.C). Los Evangelios, escritos a finales del siglo I, cuando aún no se habían apagado los ecos de la guerra independentista que se saldó con la destrucción parcial de la ciudad y de su Templo (66-70 d.d.C), habrían entonado el antijudaísmo ante las autoridades del Imperio para marcar distancias con el judaísmo rebelde y, con ello, facilitar su difusión entre los gentiles. Frente a quienes pretendían el fortalecimiento de los lazos de unión del judaísmo y el cristianismo primitivo, la redacción evangélica significó el triunfo de la apuesta ecuménica y universalista de Pablo de Tarso, que abogaba por el alejamiento cristiano de las tradiciones judías. Formulado en el contexo antihebreo abierto por la política imperial desde finales del siglo I, el antijudaísmo fue el primer paso en un largo camino que habría de conducir al cristianismo a su consolidación definitiva, tras ser aupado al nuevo estatus de religión oficial del Imperio a principios del sigo IV d.d.C. Del mismo modo cabría interpretar el silenciamieto de Jesús y la escasa valoración de su doctrina llevados a cabo por las fuentes talmúdicas, expresión viva de un inicial y creciente anticristianismo nacido del rechazo de quienes, como los cristianos, habían abjurado de la tradición común para conseguir el beneplácito de la tiranía romana.
Las consecuencias de esta fractura religiosa serían terribles. Del proceso de universalización del mensaje liberador de Jesús fue excluido el pueblo judío, que acabó convertido sobre la tradición evangélica en el protagonista de una confesión execrable y deicida a la que habría que tolerar por pura misericordia, y en un grave problema de coexistencia pare el que no podía hallarse otra solución que no fuera su conversión, su persecución, su expulsión o su muerte: cerca de dos mil años de manipulación cristiana acabaron transformando el prejuicio anitjudío propio de la cristiandad en un mito racial devastador sobre el que se elaboró la idea de que la judaidicidad era un problema para la civilización que no tenía otra “solución final” que el exterminio.

A pesar de moverse en una zona de sombras demasiado densa, la historiografía más actual ha podido aventurarse en una reinterpretación de las circunstancias que llevaron a Jesús hacia su propia muerte, y lo ha hecho a la luz multidisciplinar emanada de las investigaciones filológicas e históricas en torno a los manuscritos del Mar Muerto y a otros hallazgos arqueológicos posteriores. Sus conclusiones, liberadas de los prejuicios ideológicos de carácter religioso, difieren en lo sustancial de la interpretación cristiana de los hechos y –al mismo tiempo- logran comprender las razones del silencio con que el judaísmo rabínico oscureció la figura del que fue uno de los intérpretes judíos de la Ley de Moisés más notables de su tiempo.




La crucifixión de Jesús en su contexto histórico

Cuando Jesús abandonó Galilea para dirigirse a Jerusalén, en el que habría de ser su último viaje a la Ciudad Santa, el rabbi era consciente de la enorme confusión que su doctrina había generado entre los judíos (Jn, 7, 43). Durante aquellos largos e intensos años de actividad pública entre los galileos, su doctrina había sido de naturaleza estrictamente espiritual, orientada solamente a la transformación interior del hombre. Combinaba en ella su insistencia en el cumplimiento estricto de la Ley -especialmente radical en las que hacían referencia al matrimonio o el divorcio (Mt. 5, 17), al voluntarismo personal –la importancia de las obras- (Mt. 7, 21-27) y la creencia en la resurrección de los muertos (Lc. 20, 25-40)- con la idea de que –por encima de todas las leyes- había una que las resumía a todas de un modo capital: la que obligaba al amor al prójimo (Lc. 6, 27-36) y aún a los enemigos (Mt. 5, 38,-48). Ello concitó sobre él el aprecio el aprecio de los fariseos de la escuela de Hillel –entre los que, probablemente, él mismo se encontraba-, que eran especialmente abundantes en las zonas de Israel, Galilea y Samaria y, en general, en los territorios donde se había desarrollado un judaísmo menos rigorista de origen babilónico. Por la misma razón, concitó sobre él las iras de los fariseos puritanos y ultraortodoxos de la escuela de Shammai, cuyo poder se extendía sobre la misma Jerusalén y las zonas adyacentes, y con los que sostuvo durísimos y constantes enfrentamientos doctrinales. Participaba también Jesús en la inminencia de la llegada del Reino de Dios, muy en el tono de las prédicas espiritualistas de los profetas esenios como Juan El Bautista; y aunque ello atrajo sobre él las miradas expectantes de los celotes y de los grupos fariseos que participaban, como ellos, de un nacionalismo radical antiromano, sus frecuentes llamamientos a respetar la autoridad del César acabó por convencerles de que Jesús, si bien podía ser tácticamente utilizado para sus propósitos, en modo alguno era el Mesías esperado. Al final de su predicación en Galilea, Jesús no parecía tener enemigos irreconciliables, ni mucho menos entre los fariseos: fueron ellos los que, al fin, le aconsejaron marchar hacia Jerusalén porque Herodes Antipas, tetrarca de Galilea entre los años 4 y 39 d.d.C, lo buscaba para matarlo (Lc, 13, 31).



Sin embargo, cuando Jesús se dirige a la Ciudad Santa, su mensaje comenzó a adquirir progresivamente y en el mismo camino, una clara vocación profética. El Jesús que, finalmente, es recibido con júbilo por la multitud en una Jerusalén abarrotada de peregrinos (se calcula que su población en las Fiestas de Pascua llegaba a alcanzar los cien mil habitantes) es un Jesús distinto, mucho más radical y aparentemente decidido a asomarse a su propio precipicio. No se conforma con criticar abiertamente desde las escalinatas del Templo a los saduceos y a los fariseos rigoristas y ortodoxos, sino que pone en sus manos las herramientas precisas para eliminar su propia e incómoda presencia. Y lo hace jugando a la ambigüedad: no dice abiertamente que es el Mesías esperado, ni tampoco se declara abiertamente Hijo de Dios, pero –teniendo la posibilidad de hacerlo- se niega a cortar en seco las especulaciones en este sentido dejando así la puerta abierta a que los demás –en plena Pascua- así lo crean…



Cuando el rabbi de Galilea, arrebatado por la ira, expulsó a los mercaderes del Tempo de Jerusalén, selló su muerte de inmediato. Era la primera vez que alguien, en nombre de Dios, desafiaba tan abiertamente al Sanedrín saduceo, a cuyos ricos sacerdotes estaba encomendada la administración de los bienes de Yavé. El suceso debió inflamar al pueblo, que de un modo muy frecuente había manifestado su descontento en altercados violentos de suma gravedad, cuya represión había estado protagonizada por las fuerzas policiales del Sanedrín, que ostentaba la responsabilidad del mantenimiento del orden público en Judea. Desde la deposición de Arquelao (año 6 d.d.C), dicha institución había actuado como una auténtica correa de transmisión de la autoridad romana, y era por ello cuestionada por la inmensa mayoría del pueblo judío y, de un modo muy especial, por los miembros de los fariseos más radicalmente vinculados a la guerrilla celote, pertenecientes en su mayor parte a la clase media del mundo agrario, especialmente aplastado por los impuestos imperiales. Aquél suceso fue interpretado por la clase dirigente judía –los saduceos- y por la guarnición romana acantonada en Jerusalén como un inmenso desafío.
Los sacerdotes del Sanedrín temieron que aquel suceso fuera el comienzo de una rebelión popular contra el poder romano. El riesgo de que aquel fariseo de la escuela de Hillel, que decía ser Hijo de Dios, fuera coronado como rey de los judíos, como el Mesías liberador, era demasiado grande tras la expulsión de los mercaderes del Templo y la acusación de impiedad que el rabbí de Galilea había descargado sobre ellos. Si la inminente rebelión triunfaba, el Sanedrín y la secta saducea desaparecerían de un plumazo. Y si fracasaba, la sangre judía inundaría las calles de Jerusalén, como lo hizo en los tiempos de Publio Quintiliano Varo, en el año 4 d.d.C, en que se crucificaron a 2000 judíos, o como sucedió pocos años después, cuando Coponio gobernaba en nombre de Roma sobre Judea, bajo cuyo mando las legiones aplastaron sin piedad una rebelión antifiscal. Además, y como afirmaba Filón de Alejandría, y más tarde Flavio Josefo, Pilatos, gobernador de Judea entre los años 26 y 36 d.d.C, podría ser extremadamente cruel con la rebelión, debido a su conocida inquina antijudía, y a su vengativa e inflexible naturaleza. El Sanedrín ordenó la detención del nazareno en la noche del día 14 del mes de nissán: “para que no alborotara”, dice Mateo (Mt., 26, 3-4).
Pilatos debió de estar plenamente advertido de los sucesos del Templo. Que el gobernador romano se tomó muy en serio la posibilidad de una rebelión es algo de lo que da cuenta el hecho de que enviara a un grupo de legionarios para colaborar con la guardia sanedrita en la captura de aquel agitador llegado desde Galilea. Ya en el Sandrín, y aunque en los Hechos se afirma que nada pudieron probar en este sentido contra él, los evangelistas confirman que Jesús se declaró a sí mismo, de un modo indirecto, el “cristo”, el “Hijo de Dios” (Mt. 26, 57-65; Mc. 14, 53-65; Lc. 22, 54-65; Jn., 18). Bastaba con esa blasfemia para condenarlo a muerte según la ley judía, pero los sacerdotes no lo hicieron porque temieron la reacción del pueblo. El Sanedrín se lavó las manos.
A media mañana del día 15 del mes de nissán, Jesús fue conducido por blasfemo a las dependencias donde estaba Pilatos. En su presencia, e indirectamente, el rebelde galileo se declaró Rey de los Judíos. Esto, más que su basfemia, fue lo determinante en su condena. De creer a Flavio Josefo, no era el gobernador hombre que se tomara a broma palabras como éstas, que convertían a Jesús en culpable de un delito de sedición. Jesús fue juzgado de acuerdo con el procedimiento romano. Se le encontró culpable del delito de rebelión, y en cumplimiento estricto de la Ley de Roma, se lo condenó a morir en la cruz, como era preceptivo para este tipo de delitos en el derecho del imperio. Jesús murió crucificado como otros muchos rebeldes lo hicieron antes de él, y como otros muchos lo harían después de él. Desde un punto de vista histórico, puede afirmarse pues que no fue el pueblo judío el que instigó el proceso que acabó con su vida, sino un sector muy exiguo de su clase dirigente. También puede decirse que fue en cumplimiento de la Ley romana, y no de la Ley judía, que Jesús fue ejecutado en una cruz. Las interpretaciones posteriores de los exegetas cristianos, que convirtieron al judío en un pueblo deicida, son contrarias a la realidad de los acontecimientos que llevaron a morir al nazareno; y no sólo carecen de historicidad, sino que constituyen las fuentes más poderosas y de ese antisemitismo europeo que con tanto vigor arraigó en Europa en los siglos posteriores,  hasta el punto de que, sin él, y aunque no lo originaran directactamente, no hubiera sido posbile el Holocausto.
Si Jesús resucitó, o no, es otra cuestión. Pero, independiente de la respuesta que cada cual tenga para semejante pregunta, lo que está fuera de duda, absolutamente fuera de toda duda, es que hablar de Jesús siegue siendo hoy –como dijo de Schumman Ángel Crespo- algo parecido a sentarse en el centro de un diamante….



***

Hemos ilustrado este texto, que fue fublicado en El Juglar de la frontera el 15 de marzo de 1997, con fotogramas de películas de sobra conocidas y de alguna escena de Pasión Viviente de Tarancón (1997). En ellas, Jeffrey Hunter, Enrique Irazoki, Max Von Sydow, Robert Powel, James Kaviezel, Ted Nelly, Willem Dafoe y Antonio Moreno Catalán, han personificado la figura de Jesús. Entre los muchos films sobre el personaje, hemos escogido Rey de Reyes, de Nicolas Ray (1964), La Pasión según San Mateo, de Pier Paolo Pasolini (1964), La historia más grande jamás contada, de George Stevens (1965), Jesus Christ Superstar, de Norman Jewison (1973), El Mesías, de Roberto Rossellini (1975), Jesús de Nazareth, de Franco Zaffirelli (1977), La última tentación de Cristo, de Martin Scorsese (1988) y La pasión, de Mel Gibson (2004)
















viernes, 12 de marzo de 2010

La Danza del burka (Madrid, 11 de marzo)




Carlos Morales

LA DANZA DEL BURKA
(Madrid, 11 de marzo)

A Joelle Anidjar y a Mónica Uribe de Tomblai



La fosa cavad en el cielo las rosas bordad
los muertos del aire
clavad en los muertos la luna gamada
la mancha sajada in nómine dei
dejad dormida en los trenes
y alzad los tambores las reses que yacen alzad
las palas las flautas las dulces campanas
las puertas cerradas de hierro en el cielo pintad
la bosta en la cama común un burka en la fosa
que pájaros dancen
que suenen las ruedas del aire las arpas de rojo
las flautas más hondo en las cruces colgad
la sangre que luce
las flautas que sopla el silencio del alba
las puertas cerradas los trenes abrid un lecho en la noche
abrid una noche el cielo a canal
tallad sobre el cielo las cruces los muertos del aire
los cielos cavad en los ojos más hondo
los muertos pintad en el aire la noche más triste
las bestias cubrid las testas dormidas volad
con velos rasgados los trenes partidos que arden
alzad en el alba las rosas felices de marzo
que brille en la noche la luz del carnero
y dance la sharia
que baile la pala que bala in nomine Auschwitz
que baile la sharia gamada in nómine dei un burka en la fosa



(Del libro Salmo
)