El Toro de Barro

El Toro de Barro

jueves, 24 de mayo de 2012

Confesiones de un editor: el olor de la gehena



Goya, Duelo a garrotazos.

EL OLOR DE LA GEHENA


Han pasado ya diez años desde que atravesé por primera vez los campos de Galilea,  y todavía no acierto a entender cómo me fue posible poder unir un puñado de poetas árabes y hebreos en esa humilde aventura editorial que cobró hechuras de piedra allá por el año 2002 en una pequeña antología que titulé Coexistence, y que sigue siendo hoy, al parecer, la única en que tal empeño se reveló como posible. No merece la pena recordar las tensiones extremas que hubimos de soportar quienes estuvimos al frente de aquél inusual proyecto que el tiempo ha convertido en un homenaje a los hijos del valor. Y es que los poetas árabes y hebreos que decidieron comparecer públicamente juntos con su literatura lo hicieron en plena Segunda Intifada, cuando el recrudecimiento del conflicto palestino-israelí había vuelto a levantar de sus cenizas los viejos mitos del rencor con que los fanáticos y radicales de ambos mundos habían hecho de la absoluta “destrucción del otro” el rasgo más patriótico de la identidad individual y de la voluntad colectiva.  
A pesar de esta atmósfera asfixiante, las libertades democráticas otorgaban entonces –y también ahora– a los intelectuales y escritores israelíes una enorme capacidad para manifestar su disidencia y sacudirse de encima el yugo ideológico y vital de esa mitología de guerra. Más allá de los calificativos de “traidores” que tuvieron que soportar por parte de algunos intelectuales ligados a los sectores más antipalestinos de la cultura nacionalista israelí, la mayoría de los poetas israelíes a los que pedimos su participación no vieron inconveniente alguno en comparecer a pecho descubierto con sus colegas árabes, conscientes de que esa era la única manera de hacer visible que el respeto y la mutua aceptación seguían siendo un horizonte probable.
Del lado árabe, sin embargo, la respuesta a nuestra solicitud fue casi unánimemente negativa. A diferencia de sus colegas israelíes, la falta de un contexto democrático en sus países y la opulenta legitimación religiosa de la guerra contra Israel operada mayoritariamente en su contexto social, impedía a la mayoría de los escritores y poetas cuya colaboración recabamos hacer pública su disidencia frente a la aplastante fiebre antijudía de la sociedad de que formaban parte. Algunos se negaron a participar en un proyecto que, de algún modo, daba árnica a los que nunca habían dejado de ser sus enemigos; los que habían sido partidarios de mantener un diálogo intercultural fluido con sus colegas hebreos, se mostraban moralmente incapaces de perpetuarlo en aquel contexto de guerra y represión; muchos dilataron su respuesta, y otros se negaron a participar solamente por miedo a perder su prestigio y hasta su propia vida.  Cuando, en aquel contexto realmente envenenado, algunos poetas árabes de Galilea como Naim Araidy, Shamer Kahir y Mohamed Ali Taha decidieron finalmente dar el paso y comparecer públicamente con sus poemas junto a los hebreos Margalit Matitiahu, Pnina Amit y Nathán Jonathan, no pude por menos de bajar la cabeza, intimidado ante aquel gigantesco ejercicio de valor, que todavía hoy me sobrecoge.
Todavía no acierto a entender por qué me fue dado vivir un privilegio como éste, pero sí sé que es un privilegio que ya no volveré a vivir, no al menos mientras los hilos de Dios sigan haciendo del conflicto palestino-israelí un bucle de dolor interminable. Una gehena para los mejores hombres, y para los hijos del valor, y de la vida.












sábado, 31 de marzo de 2012

Confesiones de un editor: "Ite misa est"



 


Carlos Morales

LA DANZA DE LOS PÁSHAROS


(El libro del Santo Lapicero, 2000; Salmo, 2005)


A Margalit Matitiahu, y a Daniel Chanoch, 
uno de los 130 niños que sobrevivieron a Auschwitz. 




Cielo triste
cielo mira mujer con niño dentro
hombre solo mira cielo
mira niño
mira mujer sola
contempla nube oscura pintada en cielo triste

Indio pone quena en boca
quena silba mágica
trota en aire
llama pájaros
pájaros duermen en monte
pájaros no quieren despertar
no pueden despertar
no saben volar en cielo triste

De pronto cielo fulge
de pronto brama cielo
toca címbalos y llora
entorna sus esclusas himen Dei
vienen pájaros en medio de tambores
pájaros y espinos la música buscando

Quena encuentra pájaro qui vola
rara escoba baila cielo triste
danza tosca
oh pájaro insolente
oh pásharo que bajas
oh páxaro infelice en plomo dibujado

Hambriento el Agnus Dei el cielo triste cruza
cielo llove pájaros y lluvia
quena llora pájaros cursivos
gozoso Santo Espíritu a pájaros espera
a pájaros que lumen pecatta tollis Dei
al cabo pico santo rompe pájaros ingrávidos
plumas llueven
en garra de Dios oh pájaro abolido

Indio sella boca
guarda quena
hinchado Sancti Espíritu regresa a la montaña
ya no pájaros
ya no ojos mirando cielo triste
solombras nubes rojas
sólo un hombre en la tempesta
mujer sola con niño dibujando
el rastro del espíritu
el caos que se avecina 






Nota sin demasiada interés.-

     Escribí este poema en un autobús, sobre unas servilletas de papel que tomé de un bar y en el vaho de la luna de la ventana que me separaba del frío. Iba con mis hijos, entonces muy pequeños. Nos había impresionado el espectáculo que un peruano escenificó con sus pájaros en un zoológico. Y es que ocurrió algo sobrecogedor: un águila desobedeció las órdenes de aquel hombre pequeño y racial, y agarró con sus garras a un pajarillo despistado, cuyas plumas comenzaron a caer sobre el viento. Ignoro cual fue la razón, pero aquella visión dramática de un simple gesto de la naturaleza, me indujo a pensar en la relación del hombre con los dioses, en la libertad vigilada de que goza el espíritu humano y cuya vigencia depende de voluntad de la divinidad. Me dio por pensar que el pájaro era yo en las garras de Dios, o del destino, que por primera vez me había dibujado un tumor que luego -con el tiempo- apenas sí tuvo consecuencias. 
     Esto ocurrió en noviembre de 1999. 
     Llevaba sin escribir catorce años.
    Mi necesidad de escribir estalló de repente, y lo hizo con una violencia que hacía imposible racionalizar la visión que estaba contemplando lleno de temor. Era incapaz de pensar, pero no de ver, pero lo que veía me conducía al delirio. 
     Utilicé expresiones sefardíes y latinas. Y lo hice sin señalar -mediante subrayados- su individualidad. Las integré voluntaria y conscientemente en las expresiones en castellano, buscando en su continuidad un solo, un único lenguaje poético, capaz de adecuarse a las visiones enloquecedoras de la desesperación que, por aquellos días, me doblaba las espaldas del espíritu. Pero no me bastó con eso: ya en casa procuré borrar del paisaje del poema los artículos, adaptarme al lenguaje dificultoso de mi -entonces- hijo más pequeño, Darío, que hablaba como los indios de los western. Todo ello me permitía desrealizar el lenguaje, desvincularlo de sus usos sociales, algo que me era entonces espiritualmente necesario para intentar dibujar un paisaje dantesco semejante a los lienzos de El Bosco, cuya delirante crueldad no era menor que la que yo sentí ante aquella visión del águila destrozando la cabeza de los pájaros incautos, de los hombres,  sometidos de pronto a la persecución de las garras desplegadas de Dioos, o de su propio destino.           
     Tengo que reconocer que aquella elección de una lengua inexistente para intentar la expresión literaria del dominio terrible de Dios estuvo determinado por algunas circunstancias personales. El 11 de noviembre de aquel año, Francisca Domingo me había enviado un puñado de poemas de Gabino-Alejandro Carriedo, que tenían en común la circunstancia de haber sido escritos en los días que precedieron a su muerte mortal. Entre todos ellos, ardían los versos deslumbrantes del Ite misa est, en el que el genial poeta palestino daba la vuelta moral a los grandes mitos cristianos de la redención a través de la muerte de Cristo:  "El cordero de Dios, pecado que limpia el mundo!"..."El cordero pecado de Dios, es el mundo que pare", "El mundo que limpia el cordero de Dios, como piel de almendra"....y entonces esos últimos versos que arrojan su luz sobre el malherido animal que algún día lloraremos...

Gabino Alejandro Carriedo


ITE MISA EST

Becerro herido
la sangre del Agnus Dei
qui tollis pecata mundi.

Sus blandos ojos musitan
plegarias
miserere nobis.

Sus manos blancos se asemejan
al ruido de las lianas
miserere nobis.

su linda boca tierna informe
recuerda el parto
miserere nobis.

Su alegre piel peluda
se parece al almendro floreciente
Ome nobis pacem.

Noble becerro herido
vientre desventrado
tonto cordero defenestrado.

Oh, el Agunus Dei pecata
qui tollis mundi,
plegaria o ruido de lianas

El Agnus pecata Dei
mundi en el parto
tuerce tu boca informe.

El mundi qui tollis Agnus
como piel de almendro
miserere pacem.

Y ahora nobis afonía
del malherido animal
que algún día lloraremos...


Margalit Matitiahu
     En los días en los que escribía obsesivamente la Danza de los Pájaros, este poema de Carriedo no dejaba de perseguirme por todos los rincones de la casa. Lo mismo me ocurría con ese ramillete de poemas sefardíes que Margalit Matitiahu me había hecho llegar desde Jerusalén, en los que desplegaba la visión de sus antepasados "reskapados"  de Salóniki y enviados -todos ellos- a las cámaras de Gas de Aushcwitz. Aquellos versos suyos, sus pásharos que lloven y volan bajo las solombras de la horrible tempesta del espíritu Dei encarnado en un hombrecillo con bigote...La circunstancia de que sus padres tuviera que huir a Tel Aviv porque sus abuelos no daban su bendición a su matrimonio haría posible que Margalit naciera en tierra libre...el amor como fuente de salvación, o de rendención...
        Todos aquellos poemas actuaban sobre vi como lanzazos incriminadores clavados sobre una conciencia demasiado tiempo dormida -la mía- e incapaz de dejarse bogar por los papeles. En ellos quiero reconocer el gran impulso que me permitió escribir aquel poema, que fue el primero después de casi quince años de silencio.Y aquel atardecer comencé -por fin- a escribir, obsesivamente, como si aquella escena hubiera abierto totalmente todas las esclusas de mi corazón...     Durante los cuatro meses que siguieron a aquel día, tallé -esa es la palabra, a golpe de martillo- los poemas de El Libro del Santo LapiceroY desde entonces, apenas sí he vuelto a escribir más. Pocas cosas, pocas que merezcan la pena ser salvadas de la quema...
      Tomé aquella cadena de sucesos como una señal de por dónde debía comenzar a reconstruir el destino de El Toro de Barro.    Aquel atardecer decidí que sí, que lo pondría de nuevo en marcha, que lo pondría a mugir, que merecía la pena perseverar en el camino editorial de su fundador, y de mi amigo, Carlos de la Rica. Y decidí hacerlo volviendo a sus raíces, en parte para señalar -y de hacerlo con todas sus consecuencias- los territorios éticos y estéticos del Toro, y también -por qué no decirlo- como un acto de amor hacia quien fuera mi amigo. Primero fueron los poemas de Gabino, que acabé titulando El libro de las premoniciones. Luego llegaría Ángel Crespo, Edudardo Chicharro, Federico Muelas y Carlos Edmundo de Ory, pilares básicos del espíritu fundacional que Carlos de la Rica trato de imprimir al mugido de su Toro. Y más tarden haría su acto de presencia  Kamino de tormeno de Margalit Matitiahu,  que haría honor a la pasión judía de su fundador....Ellos fueron como ese "látigo que chasca y resplandece en medio de la noche" del que hablaba la Yourcenar, y que de algún modo me advertían de qué farolillos debería encender en el camimo para iluminar el camino de un Toro que no quería morir. Un camino -lo reconozco- que hasta entonces yo mismo había ignorado. 
     
    Y ahí comenzó mi propio camino. 
   
     



Carlos








jueves, 23 de febrero de 2012

Palabras para Eugenia...



Eugenia León


PALABRAS PARA EUGENIA

Carlos Morales  
         
-Prólogo a Ahogada sirena, La
El Toro de Barro, Tarancón de Cuenca, 2001-



           "El pequeño mundo que va rodando, siempre pone la misma luz./ La misma función hace todos los días a la misma hora./ La vida es siempre un agujero que da la vuelta"...
           Acaso cansada de "ese" mundo, cansada también de "sonreír a la fuerza/ y guardar en el bolsillo/ un vuelo de pájaros", Eugenia León -tenía entonces nueve años de edad- decidió rescatar su propia "luz" un día y dibujar con ella las sombras de su vida con aquellas palabras misteriosas que entonces estaba empezando a frecuentar: quería experimentar "la breve sensación de que la vida cambie". Pero no le fue fácil, porque una cosa era jugar, "soltar las palabras" hasta que se perdieran, y otra, muy distinta, diseñar un nuevo orden para las cosas que habitaban en ese territorio desconocido que, lleno de acontecimientos encantados, le había entornado la puerta. Ella sabía quién era, y cuál su oficio: "me echo -nos cuenta- en un cojín, y contemplo las rosas hasta que se duermen". Tenía muy claro, también, cuales eran sus “limitaciones”: "mi negocio es agacharme/ y coger una flor/ y ponerla en un jarro/ y echarle agua./ No sé hacer otra cosa". Pero dispuesta como estaba a "levantar la ciudad/ para que pase por debajo el camino del sueño",  y aun a sabiendas de que escribir era "como encerrarse en un rincón sin paredes", Eugenia acudió a la escritura, y la escritura le devolvió -con creces- su milagro y, con ella en la mano, al modo de una llave, atravesó el umbral y contempló, admirada, que quien salía del "aro" era "otra persona" capaz de ver lo que nadie podía ver, y de experimentar, gozosa, esa otra vida que transcurre en silencio muy dentro de la vida.
María Victoria Atencia
      Y el mundo de Eugenia comenzó, de repente, a cobrar forma. "Me asomo a la terraza -nos cuenta-/ y viene a acariciarme el invierno los brazos" y "veo caer lloviendo todas las enredaderas". Recuerda haber visto desde allí "una rama en un árbol, no como las demás./ Una rama que nada más servía para la alegría de los rayos del sol". También recuerda cómo un día su "pájaro amarillo abrió sus plumas,/ y mirando por la reja de la tristeza empezó a cantar"; y ahora, cuando, apoyada sobre la balconada, ese mismo pájaro se escapa de sus manos, percibe que, de pronto, "ha pasado un Ángel". Se acerca, después, a la chimenea de su casa, se sienta en su cojín, y escucha los cantos doloridos de la lumbre hasta que, de repente, cae en la cuenta de que "me he perdido en el fuego, y no encuentro la salida de una llama". Decide respirar el aire pero, tras saltar "la tapia de la lluvia/ al otro lado encuentro el silencio del agua"; sale "a buscar el margen de la noche/ y sólo encuentro un ramo de glicinias". En su mundo, "cruje" el otoño, el viento dibuja las cosas con los árboles y, oculta en las umbrías, existe "una fuente/ llena de días/ que sólo sirven/ para el recuerdo". Y vuelve al hogar,  donde una mujer le espera con un lunar que parece "un granito de arena que cae del reloj", y al verla se da cuenta de que "cuando mamá sonríe, abre y cierra los labios/ como un tulipán rojo". Absorta frente a ese enorme espectáculo -"todo es resplandeciente en el querer"-, Eugenia se empina hacia esos ojos grandes que todo lo ven: "en el campo nace la brisa. Yo te la traigo. No tengo otro regalo". Por un "aro" Eugenia pasó, y otra persona salió que supo abrir un cauce para el "sueño" en el angosto mundo de todos sus mayores.



* * *

Rafael de León

            Y ahora me cuesta reaccionar, pues hasta "despertar es como desenrollar una cinta roja". Estoy leyendo, Eugenia, los poemas que dejaste en los armarios, sobre tu mesita de noche, ocultos en las páginas a lápiz de tu cartilla escolar, los poemas que fuiste olvidando en tu blusa de domingo, los mismos que, amorosamente, tus padres recogieron para que nunca olvidaras, Eugenia, que tuviste una niña dentro que sólo te cantaba para no morir de asombro ni de tanta ternura. Ante su rara precisión, solo alcanzo a reconocer  lo mismo que tú misma dejaste escrito para Vicente Aleixandre: "no es fácil reconocer el precio/ cuando comercio con tu manera de imaginar las cosas". Leo tus palabras. Me cuentan que  "un cortijo te atristeció" un día en que viste un olivar que se alejaba de la memoria "como si fuera a morir" y que, siendo el amor "una hoja de un árbol", cuando la hoja se cae "es cuando se separa el amor del corazón". Me dicen, también, que "un barco, al alejarse con su humo escribe palabras en el cielo"....Palabras en el cielo, sí, las palabras menudas de un libro que leo frente a esa lumbre que no quiere -que no puede- dejar de cantar... 
Palabras -las tuyas- que me cuentan lo mucho que perdimos los poetas de mi generación -incluso los peores- cuando decidimos olvidar que la imaginación también existe; cuando, sometida nuestra visión, nuestro lenguaje, a los principios racionales que nos atan como esclavos a la realidad que vemos, renunciamos a ejercer nuestro derecho a crear de nuevo el mundo con las cosas que no podemos ver, las cosas pequeñas que la imaginación nos acerca cuando nos roza el hombro y nos saluda con el tasco suave de sus dedos. Eso me digo, Eugenia, cuando cierro tu libro, cuando abro puertas y ventanas y saludo al Ángel que, a mi lado, acaba de pasar bajo tus glicinias con una flauta en la mano: el Ángel que me deja en la boca toda tu verdad, esa extraña música que ya nunca podré cantar porque a mí se me murió el "pájaro amarillo" entre las canas del alma y, sin él, escribir es "encerrarse en un rincón sin paredes".  
Y eso me atristece cada día un poco más, Eugenia, y no sé como decirlo...


1 de enero de 2001

Posdata.- 
     ¿Sabes, Eugenia? Desde que me enteré de la muerte de tu padre, no he parado de escarbar en los viejos cajones de mi vida para encontrar una manera hermosa de decirle que me alegra haberlo encontrado en el camino. Y lo de "alegra" -bien lo sabes- no es banal, porque Rafael era uno de los hombres más divertidos y ocurrentes que he conocido en mi vida. Y me da que este prólogo que tallé para abrir la edición de los poemas que escribiste cuando eras una niña, y que tu madre -por fortuna- iba recogiendo en silencio sin que te dieras cuenta, volverá a ser el mejor abrazo que un hombre puede recibir...
    Recuerdo que, hace ya muchos años, allá por el 84, y con motivo de unas jornadas de poesía en Cuenca a las que fui invitado por Enrique Trogal y por mi maestro Ángel Crespo, publiqué un artículo dedicado a tu madre, María Victoria, a la que vi bajar absorto por las escaleras de la Posada de San José toda vestida de blanco, con un único y sencillo collar de piedras blancas en el cuello mientras él, Rafaél, la esperaba cuan largo era entre quejíos de guitarras, vino y humo de picadura y de pipa de ángel. Todo calló ante la presencia de tu madre descendiendo lentamente por los flacos escalones de nuestro corazón; cesaron las guitarras, congelados en el aire quedaron los quejíos, y las copas  a medio levantar y sin llegar a la boca... Sí, todo calló ante la sola presencia de María Victoria bajando los escalones, uno tras otro, con su vestido blanco... 
     Yo entonces, que no era más que un chaval brutote de no más de veinticuatro, de tu madre solamente conocía sus poemas, que me habían encomendado presentar y me tenían absolutamente deslumbrado; pero a ella no lo conocía, no, a la mujer no... y, entonces le pregunté a tu padre y a Ángel el nombre de esa mujer que desembridaba a su paso los corceles del silencio. "Es María Victoria Atencia", me dijo el ángel pipa en boca; supongo que yo debía tener una cara demasiado cómica, porque tu padre, levantando el entrecejo y su enorme estatura, y totalmente muerto de risa, llegó a decirme con dedo admonitorio y obispal, "¡para, Toro, para ...detente, que esa mujer es mi santa esposa!"...Recuerdo, sí, lo recuerdo como si fuera ahora, que, al recibir la copia de aquel articulo tan atrevido que algún día, no tardando mucho, publicaré, tu madre me llamó halagadísima por teléfono "porque has hablado menos de mis versos que de mí", pero entonces tu padre, tu divertidísimo padre, le quitó el teléfono y me dijo, "oye, muchacho de Cuenca, espero que sepas usar la espada del soneto, porque a este paso te voy a tener que retar a duelo al amanecer"...Lo que pude reírme...
          Ay, Rafael, tu padre, el califa de Málaga y la alegría, el poeta Rafael de León, ese junco alto, elegante y divertido, de día de noche encaramado a La Farola de su más hermosa Victoria, el hombre al que hoy recuerdo con una sonrisa en los ojos...y con una flor blanca prendida en la solapa...